martes, 14 de mayo de 2013

El coleccionista de miradas

Entró por la puerta de la cocina y tiró las llaves sobre la encimera. La cincuentona de esa mañana le había puesto de los nervios, no era capaz de aguantar una serie de diez abdominales. Menos mal que sabía como calmar su ira. El Danubio Azul llevaba sonando todo el día en su cabeza. Silbando la melodía abrió la corredera de mitad del pasillo y comenzó a bajar la destartalada escalera de madera. La claridad del mediodía que inundaba la casa se desvaneció al cerrar la puerta. Dio un traspié que casi le provocó una absurda caída, pero se repuso. Alcanzó el interruptor, y un par de bombillas desnudas, chirriando, bañaron la estancia de una tenue luz amarillenta. La escasa ventilación del lugar y el fuerte olor del formol ofrecían un ambiente irrespirable. Sin embargo a él lo transportaban al paraíso, sólo allí encontraba la seguridad que tanto anhelaba en su vida diaria. Notó la pesada humedad pegándose a su cuerpo y se sintió más cómodo que nunca.
Alcanzó el suelo de terrazo, retiró de su cara la tela de araña que se le había adherido y giró sobre sus talones para recoger un par de artilugios metálicos del inmenso armario que ocupaba toda la pared posterior. Desde allí admiró toda la estancia y se hinchió de orgullo. Hace unos meses tan solo era un espacio vacío cercado por robustas paredes de hormigón. Poco a poco lo había ido adecuando a su gusto. Comenzó a andar y se adentró en el pasillo central que dibujaban dos de las cuatro estanterías metálicas situadas en medio del recinto. Le gustaba pararse a contemplar sus trofeos. Ese día por vez primera pensó que estaba consiguiendo algo muy grande que sería recordado siempre. Debía de haber cerca de cincuenta tarros con aquellas parejas de esferas flotando en su interior. Comparó la chapuza que realizó en su primer trabajo con la perfección del último. Ya era todo un experto.
Le encantaba transitar por allí, adelante y atrás, recreándose como una modelo que desfila frente a millones de flashes. Era el único lugar del mundo donde su narcisismo se veía totalmente satisfecho, sólo allí sentía que era el objetivo de todas las miradas. Se mesó su rizado pelo moreno y se limpió mecánicamente sus duros pectorales, sacudiendo el polvo con la mano que tenía libre. Dirigió su mirada al fondo y allí la encontró tal y como la había dejado dos horas antes. Aún silbando, salió al íntimo espacio que había acondicionado a modo de cuarto de estar. Dejó los aparatos en la mesilla, abrió la nevera y cogió una cerveza. Dio un largo trago y se recostó en el sofá. Con el mando a distancia encendió el equipo de música y comenzó a sonar el vals que le había acompañado todo el día. Otro largo trago y dejó el botellín en la mesilla. Cogió de nuevo los artilugios metálicos, se levantó de golpe e imbuido por la música, de manera teatral, se acercó a ella. Estaba amordazada, atada con una cadena y enganchada a una argolla que surgía del hormigón. Sitúo su cara a escasos centímetros de los aterrorizados ojos color miel de la chica. Le colocó con gran destreza los aparatos en los párpados para que no los volviera a cerrar nunca más. Se dirigió al mueble donde reposaban el televisor y el equipo de música y sacó su juego de bisturís de un cajón. Volvió frente a ella.
— ¿Os gusta lo que veis?... Más os vale, pues tengo un bote libre desde donde podréis admirarme cada día.


1 comentario:

  1. Eduardo, eres el rey del suspense. Ambientas de cine. Tus giros inesperados y tu manera de narrar me fascinan. Y que bien cuidas los detalles.
    Un placer leerte Eduardo.

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