domingo, 10 de noviembre de 2013

Las mejores bibliotecas del mundo

Merece la pena echar un vistazo...
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El francotirador

Desde la habitación de su hermanita organizó toda la operación. Se caló un gorro de lana negro, abrió la ventana lo suficiente y se dispuso a esperar. Colocó la munición en la mesa de al lado para no perder tiempo cuando apareciera su objetivo. Los minutos caían como losas en su debilitada paciencia. Estaba a punto de abandonar cuando por fin apareció. Aguardó a que se pusiera a tiro y comenzó a lanzar globos de agua a discreción. Tal vez no podía evitar que su madre tuviera novio, pero si podía incomodarlo siempre que viniera a casa.

viernes, 11 de octubre de 2013

El secreto de Almudena

La puerta del aula se abrió y comenzaron a salir todos los veinteañeros que se disponían a afrontar un nuevo fin de semana, probablemente bañando en alcohol todos sus conocimientos sobre Derecho Romano, Civil, Penal y materias por el estilo. De repente se unió al flujo de universitarios que caminaban con prisa por el pasillo. Su larga melena azabache de rizo amplio acababa donde empezaban sus interminables piernas. Llevaba la carpeta apoyada en sus firmes pechos, y el bolso, colgado del hombro derecho, pugnaba con el cabello por reposar en su trasero redondo y respingón. Su mirada, al frente como de costumbre, irradiaba un resplandor esmeralda que inundaba su tez morena. Sus labios finos pero bien marcados y su nariz juguetona contribuían, y de qué manera, a imprimir un aspecto felino en su rostro y encajaban de forma precisa en su carácter jovial y en su innato gracejo andaluz, que después de casi ocho años desde que abandonara Córdoba y llegara a Madrid, todavía conservaba.
Ocho años hacía ya desde que aquel trágico accidente se cobrara la vida de sus padres. Fue cuando se desplazó a casa de su tía, su único pariente vivo, hasta que una repentina y fulminante enfermedad se la llevó cinco años después. Se quedó sola en este mundo, con una casa que mantener y unos estudios recién comenzados que no estaba dispuesta a abandonar. Ahora, a sus veintidós años, ya cursaba cuarto de Derecho y veía más cerca la meta. Aceptar aquel trabajo, aunque duro, había sido un gran acierto.
    ¡Almudena!
Giró sobre los tacones de sus botines y su brillante cabellera ondeó, acompañando a cámara lenta su movimiento, como en un anuncio de champú.
—Ah, hola Rafa… ¿Sabes? Tengo un poco de prisa.
—Escucha… sólo quería saber si te gustaría acompañarme esta noche a una fiesta que celebramos en mi colegio mayor.
Clavó sus ojos verdes en la cara sonrojada del chico. Notó en sus tensos músculos faciales lo mucho que debía de estar costándole dar ese paso. Jugueteó un instante con su fino jersey a juego con sus ojos y revisó con la mirada que el ceñido vaquero no tuviera ni una sola arruga. La verdad es que Rafa le gustaba, le gustaba mucho. Cualquier chica de la facultad entregaría sus bienes más preciados por salir con él, y ella, que lo tenía a sus pies, avergonzado y nervioso como jamás había visto a nadie, no podía permitirse esa distracción. Estaba totalmente segura de que esa noche tendría trabajo.
—Lo siento Rafa, pero ya tengo otros planes.
—Pero… si…
—Lo siento de verdad. Nos vemos el lunes—zanjó con firmeza
Dio media vuelta y siguió su marcha con seguridad. El chico quedó petrificado durante unos segundos, los mismos que tardó Almudena en desaparecer por la puerta. Salió a la luz del mediodía de mayo, buscó sus gafas de sol en el bolso y se las puso con determinación. Le fastidiaba tanto no poder llevar una vida normal que a veces pensaba en mandar el trabajo bien lejos. Esas dudas duraban sólo unos segundos. Sabía que eran muestras de debilidad que no podía permitirse. Terminaría la carrera y montaría un gabinete con lo ahorrado. Entonces sería la hora de buscar un buen chico y de vivir como ella quería.
Una constante vibración en su bolso la devolvió a la realidad. Ahí estaban sus trescientos o cuatrocientos euros si la noche salía normal, mil o mil quinientos si se trataba de un pez gordo.
—Hola soy Katy…
… Ok, a las nueve en el Palace…
… De acuerdo, allí estaré.
Colgó. Sin duda era alguien con mucha pasta. Un paso más hacia su sueño. Esa noche le habría gustado más estar rodeada de chicos de su edad bebiendo cerveza que en un hotel de cinco estrellas. ‹‹No se puede tener todo en esta vida››, pensó.

lunes, 7 de octubre de 2013

Lo más importante...

Tras una temporada ausente, hoy intento retomar este sitio donde coloco mis trastos, los nuevos, los viejos, los poco usados, los largos y también alguno corto, e incluso alguno que tomo prestado. A esta última categoría corresponde el que os enseño, aunque nunca se supo a quién pertenecía:

Hoy, en la ciudad, todos, absolutamente todos, se levantaron con granos de azúcar en los labios. Pero sólo se dieron cuenta los que, al despertarse, se besaron.

martes, 14 de mayo de 2013

El coleccionista de miradas

Entró por la puerta de la cocina y tiró las llaves sobre la encimera. La cincuentona de esa mañana le había puesto de los nervios, no era capaz de aguantar una serie de diez abdominales. Menos mal que sabía como calmar su ira. El Danubio Azul llevaba sonando todo el día en su cabeza. Silbando la melodía abrió la corredera de mitad del pasillo y comenzó a bajar la destartalada escalera de madera. La claridad del mediodía que inundaba la casa se desvaneció al cerrar la puerta. Dio un traspié que casi le provocó una absurda caída, pero se repuso. Alcanzó el interruptor, y un par de bombillas desnudas, chirriando, bañaron la estancia de una tenue luz amarillenta. La escasa ventilación del lugar y el fuerte olor del formol ofrecían un ambiente irrespirable. Sin embargo a él lo transportaban al paraíso, sólo allí encontraba la seguridad que tanto anhelaba en su vida diaria. Notó la pesada humedad pegándose a su cuerpo y se sintió más cómodo que nunca.
Alcanzó el suelo de terrazo, retiró de su cara la tela de araña que se le había adherido y giró sobre sus talones para recoger un par de artilugios metálicos del inmenso armario que ocupaba toda la pared posterior. Desde allí admiró toda la estancia y se hinchió de orgullo. Hace unos meses tan solo era un espacio vacío cercado por robustas paredes de hormigón. Poco a poco lo había ido adecuando a su gusto. Comenzó a andar y se adentró en el pasillo central que dibujaban dos de las cuatro estanterías metálicas situadas en medio del recinto. Le gustaba pararse a contemplar sus trofeos. Ese día por vez primera pensó que estaba consiguiendo algo muy grande que sería recordado siempre. Debía de haber cerca de cincuenta tarros con aquellas parejas de esferas flotando en su interior. Comparó la chapuza que realizó en su primer trabajo con la perfección del último. Ya era todo un experto.
Le encantaba transitar por allí, adelante y atrás, recreándose como una modelo que desfila frente a millones de flashes. Era el único lugar del mundo donde su narcisismo se veía totalmente satisfecho, sólo allí sentía que era el objetivo de todas las miradas. Se mesó su rizado pelo moreno y se limpió mecánicamente sus duros pectorales, sacudiendo el polvo con la mano que tenía libre. Dirigió su mirada al fondo y allí la encontró tal y como la había dejado dos horas antes. Aún silbando, salió al íntimo espacio que había acondicionado a modo de cuarto de estar. Dejó los aparatos en la mesilla, abrió la nevera y cogió una cerveza. Dio un largo trago y se recostó en el sofá. Con el mando a distancia encendió el equipo de música y comenzó a sonar el vals que le había acompañado todo el día. Otro largo trago y dejó el botellín en la mesilla. Cogió de nuevo los artilugios metálicos, se levantó de golpe e imbuido por la música, de manera teatral, se acercó a ella. Estaba amordazada, atada con una cadena y enganchada a una argolla que surgía del hormigón. Sitúo su cara a escasos centímetros de los aterrorizados ojos color miel de la chica. Le colocó con gran destreza los aparatos en los párpados para que no los volviera a cerrar nunca más. Se dirigió al mueble donde reposaban el televisor y el equipo de música y sacó su juego de bisturís de un cajón. Volvió frente a ella.
— ¿Os gusta lo que veis?... Más os vale, pues tengo un bote libre desde donde podréis admirarme cada día.


sábado, 16 de marzo de 2013

El negociador

—No sé qué pretenden, pero el avión y el aeropuerto entero están totalmente rodeados. Mi consejo es…
—Déjese de consejos Inspector Carmona. Le digo lo que vamos a hacer y por el bien de todos no me interrumpa. Tengo doscientas personas retenidas. Sólo voy a hablar a partir de ahora con Leonardo Sorribes.
—Pero…
—Le he dicho que no me interrumpa. Ya sé que no está en activo. Lo van a localizar y lo van a traer aquí antes de treinta minutos. Cuando se cumpla ese plazo, mataré a un rehén cada dos minutos hasta que llegue.

Los pitidos de final de llamada parecieron helarle la sangre. Tardó unos segundos en reaccionar.

—Vayan echando hostias a casa de Leo. Vive a diez minutos de aquí. Sáquenlo de su casa como sea. Lo quiero aquí antes de que ese cabrón del avión se dé cuenta.

Una patrulla salió del aeropuerto con las consignas bien aprendidas. Leo había sido el mejor negociador en la historia del cuerpo. Su actuación en el último atraco de la banda del Chupete todavía era una hazaña muy recordada. Habían robado quince sucursales por todo el país. Leo realizó una negociación de manual y consiguió detenerlos sin heridos. No obstante, su vida privada era otra historia. La inestabilidad siempre había sido una constante y ya iba por su segundo divorcio cuando recibió la condecoración  por su trayectoria y sobre todo por la resolución de ese caso. Habían pasado ya más de doce años desde que sucediera todo eso.

Ahora lo llevaban en el asiento trasero del coche de policía a toda velocidad por la autovía, aunque el tráfico era muy denso a esa hora. Iba hecho un harapo, apenas podía abrir los ojos. Desde que se retirara cinco años atrás no había día que no buscara compañía en la botella de Jack Daniels. La noche anterior no había sido una excepción.

La autovía quedó atascada de repente. El coche patrulla decidió ir por el arcén, pero aún así  iban a llegar muy justos. El Inspector Carmona, en continuo contacto con la patrulla, puso a Leo en comunicación con el avión. Quedaban cinco minutos, pero sería mejor no arriesgar.

—Leonardo Sorribes al aparato. —Su voz sonó ronca y pareció retumbar en su cabeza como una explosión.
—Buenos días Leo, ¿puedo llamarte así, no?
—Llámeme como quiera, pero dígame cómo está la situación, me gustaría saber si todo el mundo está bien y cómo podemos actuar para solucionar el conflicto.
— ¿Conflicto? Ay Leo, Leo… Estás un poco oxidado, ¿no? Lo primero de todo tienes que llegar al aeropuerto. Hablaremos entonces.

Colgó. Leo parecía no aguantar el dolor de cabeza. Además, algo en aquella voz le había resultado muy familiar. Los  malos presagios se confirmaron cuando por fin entró en la pista del aeropuerto. Dos cadáveres en el suelo lo recibieron. Sin más dilación le pusieron unos auriculares con micrófono.

—Ya estoy aquí…
—Cinco minutos tarde… Ya había elegido al siguiente. Parece que la historia se repite. Yo que quería darte otra oportunidad y ya ves…
— ¿Quién eres?—Llegó a realizar la pregunta aunque ya sabía la respuesta. Su mente retrocedió cinco años a aquella negociación que hizo que todo se fuera a pique. El maldito autobús escolar que cada noche aún veía en sus sueños y los ocho niños metidos en bolsas y transportados al Anatómico Forense.
—Ya sabes quién soy, ¿o tengo que refrescarte aún más la memoria?
—No, no, está bien…
—Entonces, ¿qué me propones?
—Creo que al que realmente quieres es a mí…
—Muy avispado, Leo…
—Entonces, podría subir al avión… Luego nos puedes dar algo a cambio.
—Acepto.

Así lo hizo. Subió a aquel boeing. Minutos después todos los rehenes bajaron uno a uno. Todos menos la tripulación necesaria para el vuelo que emprendieron. Esa fue la última vez que se supo de Leo “el negociador”.

sábado, 2 de marzo de 2013

Cita a ciegas

Todo preparado. El coqueto apartamento de treinta metros cuadrados estaba listo para el encuentro romántico. Decorado en tono violeta, cortinas de raso a juego con las pantallas de las lámparas de pie que proyectaban una tenue luz en las paredes de color perla. La mesa, en el centro de la estancia, montada para la ocasión. Vajilla moderna, plato, bajo plato y tres tipos de copa. Cena para dos con velas en el centro. Al encenderlas el suave aroma de la lavanda se mezcló con el olor del asado que reposaba en el horno. Empezarían con los aperitivos, jamón y un poco de marisco. Y para terminar, Paula había preparado un pastel de moca cubierto de chocolate y mermelada de arándanos y lo había dejado en la barra americana que separaba el salón de la estrecha cocina.

Salvo la mesa y las dos sillas no había más mobiliario que dos pufes de color negro y un par de taburetes metálicos debajo de la barra. En la cocina, lo imprescindible. Y Paula, hecha un manojo de nervios. ‹‹El miedo a lo desconocido…›› pensó, ‹‹…siempre me pasa››. Soltó una sonora risa nerviosa descargando la tensión acumulada. El timbre sonó tímidamente. Activó el hilo musical y se encaminó en dirección a la puerta. ‹‹Estos malos tragos mejor con música tranquila››. Puso el ojo en la mirilla. Alto, atlético, pelo corto, ojos claros y media sonrisa juguetona. Vestía pantalones vaqueros claros, camisa azul y americana negra. Elegante a la vez que informal. ‹‹Me gusta, aunque la rosa y el vino tinto…muy clásico ¿no? ¿Poca imaginación?››. Abrió sin más dilación pues sentía que el corazón se le aceleraba por momentos.

—Hola…Carlos, supongo.
—Hola Paula, ¡qué guapa!
—Gracias…pasa.
—He traído una…
—Jo, gracias, ¡qué detalle!
—No es nada. ¡Qué bien huele! ¿Puedo ayudar en algo?
—No gracias, está todo hecho. Siéntate que empezamos.

Apoyó la botella de vino y la rosa en la encimera y se sentó frente a Carlos. Sirvió vino blanco que tenía preparado en la cubitera y le lanzó una mirada escrutadora. Concluyó que no estaba nada mal, pero para lo que servían una vez acababa todo, la verdad que daba igual cómo estuviera. Aunque si se ponía así, también daría igual la minifalda negra y la camiseta de tirantes de generoso escote que se había plantado ella. Decidió que por lo menos disfrutaría de las vistas durante la cita y haría que Carlos disfrutase de la misma manera.

— ¿Qué tal el jamón?—inquirió sin interés, con intención de romper el hielo.
—Muy bueno… perdona…, pero es que estoy un poco nervioso la verdad… ¿sabes? Mmmm… es la primera vez que contesto a un anuncio de éstos… ya sabes… de citas y venía pensando que podría encontrarme cualquier cosa. Por fortuna has aparecido tú…—. Tosió tras la servilleta y preguntó—: ¿Para ti también es la primera vez?
—Bueno, la verdad es que no. Es la tercera vez que pongo un anuncio en busca de una cita.
— ¿No fueron bien las otras dos?
—Sí, sí… fueron de maravilla. Todo acabó como yo quería. Por eso he repetido… Anda, come un poco más de jamón Carlos, sería una pena que sobrase… y bebe todo el vino que quieras, ya ves que está muy fresquito…
— ¿Qué pasó? Quiero decir…si fueron bien, ¿por qué…?
—Las cosas duran lo que duran Carlos, no le des más vueltas…

La vena del cuello le iba a explotar. Estaba fuera de sus casillas con tanta preguntita…‹‹Joder, ¿no puede simplemente disfrutar del momento…?››. Cogió el cuchillo con fuerza y abalanzándose sobre él se lo clavó en la garganta. Cayó desplomado al suelo. Tanto trabajo con la cena y no le había durado ni diez minutos. Terminaría de cenar ella sola. La música era agradable. Y el asado… ¡cómo olía! Después dejaría todo allí. Recogería sólo sus pertenencias para no ser identificada. Siempre lo hacía así. Y dentro de un mes o dos volvería a alquilar un apartamento para una semana con su documentación falsa, pondría otra vez un anuncio y tendría otra cita. ¿Le aguantaría el siguiente al menos hasta el postre?

miércoles, 30 de enero de 2013

El salto

‹‹De esta vez no pasa›› murmuró con confianza cerrando tras de sí el portal. Se subió la cremallera del abrigo, se caló el gorro de lana hasta las cejas y, hundiendo la cabeza en sus hombros, comenzó a caminar calle abajo con las manos en los bolsillos. Había elegido un día ventoso, eso facilitaría su misión. Dejó a su izquierda Carretería y se encaminó hacia la Puerta de Valencia. La cara sonriente de su hija aparecía cada vez que entornaba los ojos. Era lo único que le quedaba y le reconfortaba saber que al menos ella tenía la vida resuelta. A sus vecinos les ponía los dientes largos cuando alardeaba de su buena posición. Le gustaba exagerar si alguno preguntaba por ella: ‹‹¿Sonia y su marido argentino? Capitanes-generales allí en Buenos Aires››. Hablaban a menudo por teléfono y se sentía muy orgulloso de la vida que se había labrado. Podría estar viviendo allí, pero dónde iba él, a su edad, que no había salido nunca de la provincia.

Giró a su derecha dejando el cauce del río Huécar en el margen izquierdo del paseo. Intentó andar más deprisa. El intenso viento que azotaba su cara le obligó a arrugarse un poco más, al tiempo que se alzaba las solapas del abrigo. ¡Con lo que él había sido y cómo había terminado! Terminado si. Ya no tendría que aguantar más el frío de su desangelada vivienda, ni tendría que contar céntimo a céntimo los pocos ahorros que le quedaban, ni tendría que levantarse cada día preguntándose si sería el último que pasara en su piso, si sería el día que lo dejaran en la calle. ‹‹Maldita crisis y malditos políticos›› farfulló.

Se sentó en un banco a descansar, sus piernas ya notaban el paso de los años y la falta de energía. Del bolsillo interior de la parka sacó el paquete aplastado de Ducados blando. Extrajo el último cigarrillo, retorcido de manera imposible sin llegar a romperse, lo acomodó en su boca y lo encendió con una cerilla después de varios intentos. Se relajó. La decisión ya estaba tomada. ¡Qué vueltas que da la vida! Recordó con nostalgia cuando conoció a su mujer, lo enamorado que llegó a estar, lo bonita que vino Sonia a este mundo, los momentos tan felices que vivieron los tres, lo mal que lo pasó cuando quedó viudo, lo solo que se sentía ahora… Sus ojos se arrasaron y una lágrima se deslizó surcando las arrugas de su rostro. Apuró el cigarro y lo tiró al suelo. Enjugó su cara con el pañuelo blanco que le bordó su mujer poco antes de morir y no pudo más que gemir, lanzar al aire un profundo suspiro.

Pasaron unos minutos. Su mente quedó en blanco. Se serenó y reunió las fuerzas necesarias para emprender la tremenda subida por la rampa del Parador. Hacía mucho tiempo que no iba por ahí y le costó llegar arriba más de lo que había imaginado. Resopló repetidamente. Los pulmones golpeaban con fuerza su tórax. Quizá el cigarrillo de antes no había sido buena idea, pero eso ya daba igual. Recobró, no sin esfuerzo, su respiración habitual y las pulsaciones poco a poco se estabilizaron. El rojizo atardecer dio paso en segundos a la oscuridad más absoluta. Abajo, en la lejanía, las luces de la ciudad empezaron a encenderse de manera rítmica, con la precisión de piezas de dominó chocando unas con otras para dibujar la estampa nocturna. Se adentró en el Puente San Pablo. Las barandillas cimbreaban en exceso y un eléctrico escalofrío recorrió con diligencia su espina dorsal. Alcanzó el punto medio y se volvió hacia la ciudad. A su izquierda dos hileras de farolas serpenteaban vertiginosamente trazando la cuesta por donde había subido. A su derecha, imponentes, las Casas Colgadas le miraban expectantes. Asió con determinación la barra superior de la barandilla. El viento golpeaba con fuerza su encorvada espalda invitándolo a saltar. Agachó la cabeza en un gesto desesperado por encontrar el suelo. No pudo. La iluminación de la ciudad y de las paredes de la hoz  contrastaba con la oscuridad bajo sus pies. Se le había hecho muy tarde. Quería saber dónde acabarían estrellándose sus huesos. Decidió que volvería al día siguiente más temprano. Además, aún le quedaba alguna lata de conserva para cenar esa noche.

jueves, 24 de enero de 2013

Memorias apócrifas de un falsificador

Nunca he sabido donde nací. Puede que fuera camino de San Francisco,  o cerca de Washington en alguna manifestación pacifista, o tal vez en algún pueblo remoto de la geografía norteamericana en medio de un festival de música. Nunca lo supe y nunca me importó. La única preocupación se centraba en que mi madre me rodeara con sus finos brazos, sentir el calor de su pecho en la espalda y el contacto de su puntiaguda barbilla en mi greñuda cabeza. El color lo invadía todo. El humo, flores y más flores, Janis Joplin sonando y muchos danzando alrededor de la hoguera. Sus cuerpos etéreos parecían levitar. Mi madre cada vez me estrujaba con más fuerza, lanzando vaharadas a la oscuridad estrellada, cerrando los ojos probablemente.

Nunca he sido más feliz que aquellos primeros años de mi vida. Recuerdo botes de pintura y disolvente por doquier. Ella tensaba la tela y la clavaba en los bastidores. Me enseñaba todo el proceso. Luego entraba en un profundo éxtasis inducido y creaba un mundo nuevo a base de gruesas pinceladas. Bailaba, clamaba al cielo y de repente, soltaba el brazo hacia el lienzo. Atónito, la observaba desde algún rincón apartado de su frenético campo de acción. Podían pasar horas. Terminaba cuando fijaba sus verdes ojos en los míos, como si hasta entonces no hubiera advertido mi presencia. A esas desgarradoras sesiones les debo mi afición por la pintura.

Nunca supe tampoco adónde nos dirigíamos. Un buen día preparaban las furgonetas y emprendíamos viaje en caravana. Mi madre me miraba con ternura, me recitaba poemas, me cantaba susurrándome al oído o me leía algún libro de aventuras que yo no sabía donde lo había conseguido. Una vez me hubo enseñado a leer, me gustaba que ella escuchara mientras yo me sumergía en alguna historia de piratas. Recuerdo su risa. ¡Cómo echo de menos aquella sonora risa enseñando los dientes! Después llegaba el día en que todas las furgonetas paraban, sin motivo aparente, establecíamos el campamento y pasábamos una larga temporada cultivando nuestros propios productos en el huerto.

Nunca podré agradecerle a mi madre lo que hizo por mí. A ella le debo todo lo bueno que sé. Lo menos bueno o más dudoso, digamos que lo aprendí más tarde, una vez hubo desaparecido y yo me vine a España. Me enseñó tres idiomas, lo básico de matemáticas, las ciencias naturales eran parte de mi vida y el arte…, en eso ella era experta. Aprendí a tocar la guitarra. Hoy es mi gran afición. Y sobre todas las cosas, me enseñó a querer y ser querido, aprendí a ser buena persona. Ya sé que al final he dedicado mi vida a una ocupación ilícita y que a muchos les costará creer mis palabras. Pero si de algo estoy orgulloso es de no haber causado daño a nadie deliberadamente. He falsificado obras de arte, pasaportes y todo tipo de documentación, pero nunca he perjudicado al débil. El dinero obtenido de las piezas de arte siempre procede de gente menos fiable que yo. Y los documentos… Siempre me he asegurado que fuera por una buena causa.

Ahora estoy a punto de dar un último golpe. Voy a desplumar a alguien que ha dedicado su vida a aplastar a otras personas, alguien que sólo conoce el mal. Ahora lo vivirá en sus propias carnes. Y yo me iré a una recóndita isla, pintaré mis propios cuadros, pues estoy cansado de Giocondas con la sonrisa forzada, y oiré música todo el día. Entonces me acordaré de ella, de su risa contagiosa, del amor incondicional que me dio y de todo lo que me enseñó. Beberé un largo trago de mi copa, fumaré de mi cigarro y soltaré una gran bocanada de humo. Me evocará los colores de mi infancia y veré nítidamente su cara henchida de orgullo mirándome por última vez.

martes, 22 de enero de 2013

Encapsulada

¿Es posible que sólo tú vivas de esa forma una experiencia tan extraordinaria? Apasionada, decidida, gallarda como siempre… sola. No podrías asegurar si fue hace diez horas o apenas unos pocos segundos cuando desnuda te has introducido en la cápsula abierta por la mitad. Una vez dentro, agarrando con fuerza la otra mitad del artefacto, lo has atraído hacia ti y sin quererlo te has sumido en la oscuridad más absoluta. Te has colocado los auriculares como si hubiera alguien fuera que pudiera transmitirte un importante mensaje, que pudiera comunicarse contigo, pero sólo hay música. Instintivamente te has llevado el protector a los ojos y manipulando el pequeño mando has conseguido poner en marcha el mecanismo. Un repentino e intenso ruido se mezcla con la música. Parece la turbina de un reactor. Tus pechos, ahora violáceos, conservan la turgencia, pero tiemblan rítmicamente.
No eres consciente de qué puede estar pasando en el exterior, no sabes si permaneces quieta o si te desplazas a doscientos metros por segundo. Es una sensación similar al vacío, ingravidez, tensa calma, quizá quietud. Al menos el oxígeno sigue alimentando tus pulmones. Te adormeces…
Otra vez sobresaltada. En uno de esos respingos vas a golpearte como no tengas cuidado. Consigues dejar atrás la enésima ensoñación, pero esta vez se apodera de ti un extraño sentimiento. Y percibes un aroma frutal que no te resulta agradable. Tu situación se vuelve cada vez más agobiante. No sabes lo que ocurre. No recuerdas nada. Tu percepción espacio-tiempo no resulta en absoluto fiable, y sumida en esos pensamientos parece que vas a levitar sin cambiar la postura corporal. Flotas o acaso vuelas, tumbada y sin mover un solo músculo. Es ahora cuando le encuentras más sentido que nunca a eso de que todo es relativo. Sonríes y otra vez la calma.
¿Cuándo acabará esta esquizofrenia de sensaciones en que estás envuelta? Te concentras, te relajas, evalúas y concluyes que pronto todo habrá terminado. Necesitas desentumecer los músculos, cambiar de postura, salir corriendo. No puedes. Tú lo has elegido. Aparece como un flash por tu mente una imagen nítida. Una niña con vestido de gasa trotando alegre por un campo de flores. ¡Qué feliz eras esos veranos de tu infancia! ¡Qué lejos quedan ahora!
De repente, un sofocante calor te invade. Notas como se abre uno a uno cada poro de tu piel y las gotas de sudor resbalando sin freno por tu tembloroso cuerpo. Te vendría bien refrescarte. Quieres agua, mucha agua… Otra imagen de la niña, esta vez bañándose en un río cristalino. Nunca hasta ahora lo habías meditado, pero ya comprendes que este mundo sin agua no podría existir, al menos tal como lo recuerdas. Y tú sigues ahí metida. Tu agobio es creciente, casi se convierte en claustrofobia. Y tu debilidad, evidente. Dejas la mente en blanco. Decides que si no piensas todo acabará más rápido. Una última imagen. La niña se introduce en un ataúd sin perder la sonrisa. Un escalofrío recorre tu espina dorsal. ¡Joder…!
Un pitido estridente te devuelve a la realidad. Abres los ojos y no ves nada. ¡El protector! Sales de la cápsula, apagas todo, te duchas y en cinco minutos caminas por la calle. ¡Hay que ver lo que cuesta ponerse morena! Las sesiones te van a provocar un infarto si no dejas de imaginarte esos rollos apocalípticos. Aliviada sonríes. Menos mal…

miércoles, 16 de enero de 2013

La cápsula del tiempo

Jamás pensé que me iba a poner nerviosa por algo así. Sentía todo un enjambre de avispas zumbando en mi estómago. Era todo un acontecimiento que no quería perderme, llevaba veinte años esperándolo. Allí estaba, cerrando la comitiva de amigas, camino del lugar donde habíamos enterrado la cápsula.

Susana y María seguían tan guapas, tan rubias, tan… tan presumidas e inaguantables como entonces. Parecían no haber madurado. Llevaban todo el día hablando de mechas, de si haces esto te quedarán mejor las uñas, y haciendo lo otro tu maquillaje te quitará diez años de golpe… ¡Por Dios, que llevábamos un montón de tiempo sin vernos! Además, no se habían atrevido a decirme lo gorda que estaba, pero noté en sus escrutadoras miradas que lo pensaban.

—Esperadme—les grité, y sacando fuerzas de flaqueza conseguí ponerme a su altura— Creo que es detrás de aquel montículo…
—Tienes razón Ana, ¡por fin hemos llegado!—exclamó Susana al tiempo que María y ella se abrazaban y daban saltitos de alegría, lo que me dio vergüenza ajena.

Encontramos el sitio exacto donde teníamos que cavar. Saqué de mi mochila la pala y, después de mirarlas para recibir su consentimiento, comencé a escarbar. Al principio me costó un poco pues la tierra estaba muy dura en la superficie. Sin embargo, en cuestión de cinco minutos la pala chocó con la caja metálica. La emoción invadió mi cuerpo. Mis manos temblaban mientras la extraía. Me dejé caer hacia atrás y la deposité en mi regazo. Ellas se sentaron enfrente, muy cerca de mí. Sacamos cada una nuestra llave y las introdujimos en los candados correspondientes. La caja se abrió y vimos las tres bolsas en su interior.

Comencé yo abriendo la de María. Contenía un bote de rímel y una nota que decía que no nos olvidáramos nunca de utilizarlo. Al oírlo comenzaron a soltar aquellas risitas que tanto me irritaban. María abrió la de Susana. Dentro había un mechón de pelo rubio y una nota en la que deseaba que las canas no poblaran nunca nuestras cabezas. Otra vez aquellas risitas…

Por fin Susana abrió la mía y examinó el interior—. ¿Dos barbis sin cabeza?—preguntó incrédula mientras desdoblaba la nota—. Ha llegado la hora—leyó en voz alta, a la vez que mis manos levantaban la pala hacia el cielo ante sus miradas de pánico.