miércoles, 19 de diciembre de 2012

Rutina

— ¿Alguna vez has pensado en volar?—preguntó Julián a su acompañante.

La noche era tranquila y muy calurosa. El verano se había instalado de repente y apenas soplaba una ligera brisa tórrida. Podía oírse el ruido de algún coche en marcha en la lejanía y un pesado olor a quemado invadía el ambiente.

—Nunca me lo he planteado tronco—contestó Diego esbozando una sonrisa. Dio una larga calada y fue soltando el humo de manera constante—. Joder, las tres de la madrugada, sentados en la cornisa del sexto piso de una puta residencia universitaria y  me vienes con estas preguntitas…
—Era por hablar de algo.
—La gente normal, cuando quiere hablar de algo y no sabe de qué, dice cosas del tipo: ¡qué calor hace!, o ¿qué vas a hacer mañana?, o he tenido un día de lo más ajetreado…
—Ya, Didi, ya…, pero que hace calor ya lo sabemos, no me interesa una mierda lo que vas a hacer mañana y lo del día ajetreado, pues qué quieres que te diga…
—Ja, ja, ja…te juro tronco que algunas veces me sorprendes—. Le dio otra calada al canuto y se lo pasó a Julián que lo recibió de manera rutinaria, casi con desgana.
— ¿Me vas a contestar o no?
—Joder… yo qué sé… puede que alguna vez haya querido saber qué se sentiría—respondió Diego frunciendo el ceño.
—A eso me refiero Didi, a eso justo…—sentenció solemnemente Julián.
—Oye Juli, de verdad, ¿te pasa algo?—inquirió, poniendo la mano en el hombro de su amigo.
—Que no, coño, que no… Es sólo que últimamente me da por preguntarme rollos así como éste…
—Ufff… de verdad que me estás preocupando tronco. Como facultativo, y amigo tuyo además, voy a tener que prohibirte que le des una sola calada más…—dijo atropelladamente, y justo al acabar, le arrebató a Julián el canuto.
—Joder Didi, que casi me tiras…
— ¿No quieres saber qué se siente al volar?—. Estalló en una sonora carcajada, dio una calada entornando los ojos y mientras soltaba el humo, lanzó la colilla al vacío. Se asomó instintivamente como si quisiera saber dónde había caído.
—Bueno, bueno… pues como mi curiosidad parece insaciable…—, Julián se levantó muy despacio al tiempo que hablaba deteniéndose en cada sílaba—… lo tendré que comprobar por mi mismo—, dijo, esta vez rápidamente, al tiempo que daba un salto muy ruidoso…pero en vertical. Al caer sus pies, de nuevo en la cornisa de más o menos medio metro de anchura, realizó una maniobra con los brazos extendidos en forma de cruz, con la intención de estabilizarse, de recuperar el equilibrio.
—Joder Juli… ¿estás gilipollas?... casi me da un infarto tronco—gritaba Diego, todavía sentado, mirando para arriba. Estaba pálido y parecía no encontrar las palabras precisas para recriminar a Julián su actitud. Lentamente, casi temblando, se levantó y apoyó su espalda en la fachada de ladrillo.

Julián no paraba de reír y miraba a su amigo de soslayo. A los pocos segundos, ya más serio, imitó a Diego y se recostó en la pared.

Allí estaban los dos amigos, hombro con hombro, oteando el paisaje de azoteas y chimeneas de la ciudad dormida. Permanecieron así un par de minutos, respirando profundamente y sin mediar palabra. Diego se giró a la izquierda, dio dos o tres pasos, y agachándose, se introdujo en su habitación por la ventana. Julián repitió la acción pero en sentido contrario.

Ya dentro de sus respectivas habitaciones, asomando la cabeza y apoyando los codos en la cornisa, encendieron un cigarrillo cada uno. Después de la primera bocanada, Julián rompió el silencio:

—Por cierto Didi… ¿qué vas a hacer mañana?

martes, 11 de diciembre de 2012

Triste luna

Buena añada, si por Navidad la luna es llena. Algo así dicen los más ancianos ahí abajo. Si es así, este año les irá perfecto, pues estaré en mi plenitud justo para esos días. Pero es curioso, siempre hay gente a la que no le va nada bien, aunque yo esté plena.
Dicen de mí las malas lenguas que si tengo una cara oculta, que si me escondo, que si menguo, que si bla bla bla… Ellos sí que tienen muchas cosas que callar. Yo desde aquí arriba todo lo veo. Observo como engalanan sus casas con luces y adornos, como se agasajan con regalos, como preparan grandes banquetes y dan buena cuenta de ellos, como gastan todo lo que tienen e incluso más, en compras la mayoría de las veces innecesarias. Y veo la otra cara, gente que no tiene ni para comer, niños que no tienen ni papel para pedir sus regalos. Me pongo triste y lloro. Lloro desconsoladamente, me desmenuzo poco a poco y lo pongo todo blanco. Y no sirve para nada. Al revés, no hago más que empeorar la situación. A los que bien les va, salen a sus jardines a jugar con mis pedacitos, haciendo muñecos o tirándoselos los unos a los otros. Y sus risas no apagan los llantos que oigo al otro lado. El lado de los que se mueren de frío por no tener un techo que los cobije. Y yo más triste todavía intento reprimir mis lágrimas heladas. Me refugio para que no me vean llorar. Otras veces enfurezco y hasta naranja me vuelvo por momentos. Y otras, esto me pasa igual cada doscientos años o más, que de pura furia hasta el sol les tapo, para ver si son capaces de darse cuenta. Pero ni con esas lo consigo.
Quisiera que este año fuera distinto. Me gustaría ser un espejo gigante en el que todos os miréis, y sintáis vergüenza cuando cometáis excesos, y orgullo cuando realicéis una buena acción. Y los que poco tenéis, que al mirarme veáis reflejada vuestra cara suplicando ayuda cuando la necesitéis, y una enorme sonrisa cuando la recibáis. Y de verdad que no soy nada egocéntrica, para eso ya está el sol, pero me encantaría que por una vez todos vierais reflejada en mí una cara feliz, y cantarais una de esas bonitas canciones navideñas, cómo las llamáis… ah sí, villancicos, y que la tierra suene al unísono y rebose de felicidad. Ese es el deseo de esta pobre tonta, deseo que todos los años anhelo y que no desistiré hasta verlo cumplido.
Esta Navidad admirad mi plenitud y esbozad una sonrisa. Y si me veis llorar, ojalá que sea de alegría porque todo el mundo juega y nadie se muere de frío.

lunes, 3 de diciembre de 2012

Otra vuelta de tuerca, by molus

Otra vuelta de tuerca (1898), de Henry James.
Última edición: Editorial Siruela, Madrid, 2012. Traducción Jesús Bianco
En este cuento de terror, un padre contrata a una institutriz a la que encarga la educación de sus dos hijos. Para hacerse cargo de los niños, la institutriz deberá trasladase a la mansión en la que viven, donde será testigo de una serie de fenómenos que escaparán a cualquier explicación lógica.
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No la he leído todavía, asi que voy a imaginar como podría empezar:


Otra vuelta de tuerca, by molus

Caminaba por los jardines anexos a la mansión Beatyland. El invierno llegaba con prisa. Apenas llevaba allí dos semanas, lo suficiente para que los enormes árboles quedaran desnudos. Cada día a esas horas salía con los niños a pasear. Le gustaba el crujir de las hojas secas bajo sus pies, mientras ellos las lanzaban hacia el cielo y muchas quedaban enredadas en sus cabellos dorados y rizados. Eran gemelos de seis años, muy guapos, de tez blanca y ojos claros, de expresión vívida pero a  la vez misteriosa. Algo había en sus miradas que todavía no lograba comprender y cada vez le inquietaba un poco más.

Giraron al final del último seto, que separaba el estanque de la entrada a la casa, y se apresuraron a subir las escaleras. Entraron al hall principal. Grace seguía impresionada por las increíbles balaustradas de mármol que acompañaban la escalera del mismo material hasta el piso de arriba.

—Dan y Ron, vayan a sus aposentos a dejar sus ropas de calle. Les espero en la biblioteca para tomar un té caliente y unas pastas. No se entretengan por el camino que les conozco.
—Sí señorita—respondieron, sincronizados como de costumbre.

Subieron raudos los blancos peldaños y desaparecieron en el piso superior. Grace se encaminó a la cocina. La cocinera dio un respingo al verla aparecer.

—Siento haberla asustado señora Cronwell—se disculpó.
—No se preocupe, es culpa mía, últimamente veo fantasmas donde no los hay.
— ¿Usted también ve cosas raras? Así que, ¿no soy sólo yo…? —inquirió aliviada.
—No, señorita Grace, yo no veo nada, sólo era una forma de hablar—aclaró con sorna, dejando el cuchillo con el que estaba troceando cebollas encima de la mesa. Se puso a reír con estrépito y se introdujo en la alacena que servía de despensa.

Cogió la bandeja del té y se abalanzó al pasillo que llevaba a la biblioteca. No le gustaba quedar en ridículo y mucho menos hacerlo mostrando sus miedos. Miedos que, por otra parte, se habían multiplicado desde que pisó por primera vez la mansión. No estaba acostumbrada a una casa tan grande, al crujido de los suelos de madera, al juego de luces y sombras, al movimiento de las cortinas, probablemente propiciados por corrientes de aire…
Absorta en sus pensamientos llegó al umbral de la sala de lectura. Podía oír a los niños en el interior. Se habían dado prisa en bajar y estaban hablando con alguien. Su sorpresa fue mayúscula, el señor Beaty no iba a volver hasta la semana siguiente, por lo que no sabía de quien podía tratarse. Cuando se disponía a entrar, la conversación le hizo quedarse donde estaba, perpleja por lo que decían:

—A ésta no…—suplicaba Dan.
—Eso, eso…la señorita Grace nos gusta mucho—añadió Ron.
—Ya lo sabemos, pero…cuanta menos gente lo sepa mejor—musitó una voz grave y profunda.
—Hacedlo por nosotros, por favor, estamos hartos de cambiar de institutriz—dijo Dan.
—Eso, eso…se lo contaremos todo a Grace. Ella lo sabrá, se quedará con nosotros y no tendremos que contárselo a nadie más—sentenció Ron.
—No creo que sea tan fácil, corremos el riesgo de que no pueda soportarlo, que no quiera entenderlo y se vaya de Beatyland conociendo nuestro secreto.
—No lo hará, confía en nosotros—dijeron los gemelos al unísono.

Temblaba, estaba blanca como la cal y las piernas le tamborileaban bajo las faldas. De repente notó una gruesa mano que se posaba en su hombro derecho. Contuvo la respiración y se giró lentamente. No podía ser, no había nadie. Se giró de nuevo y se asustó tanto que dejó caer la bandeja al suelo. Allí, delante de ella, estaban Dan y Ron sonrientes.

—No se preocupe señorita Grace. Lo recogeremos luego. Pase y siéntese que tenemos muchas cosas que contarle—recitaron a la vez como si lo hubieran ensayado.